lunes, 24 de septiembre de 2012

Don José Ñihuén. (1986)

Don José Ñihuén. Un hombre satisfecho de existir.

Pato Varas



A veces lo que un ser humano requiere y necesita no es tanto una enseñanza o un consejo o una técnica o metodología más; tampoco una crítica o evaluación o diagnóstico. A veces lo que necesitamos es encontrarnos con un ser humano optimista o realista o cálido o profundo. Con un ser que vive y padece como nosotros mismos y que, sin embargo, permanece fiel a sí mismo y dispuesto a acompañarnos en nuestro viaje.

Me tocó tantas veces admirar la grandeza en un hombre pobre o la nobleza en un ser cansado; que he llegado a pensar que el agua sabe dulce en el hombre simple y amarga en el enfermo. Y así, del mismo modo que hombre rico no es el que más tiene sino el que menos necesita, así el débil es el que más demanda, así sea porque nada posee, así sea porque de sí mismo no se vale. Y antes de enjuiciar, dar. Dar presencia, comprensión, apoyo y entusiasmo.



Hace años conocí a un mapuche pobre a orillas del lago Lleu-Lleu. Vivía con mil pesos al año, de lo que le quedaba al vender su trigo y porotos. Todo un año trabajaba su tierra por catorce sacos de trigo y dos de porotos. Tenía cincuenta y siete años y era tuberculoso. Pero he conocido pocos hombres más llenos de dignidad e igualdad que él. Poseía un lugar en la tierra, concreto y real. Y desde él emergía más poderoso que el “Adán” de Vicente Huidobro. Había tanto orgullo en sus manos y tanta vida en su mirada, que estar junto a él fue, una vez más, sumergirme en lo esencial.

Don José no pedía nada. Se bastaba a sí mismo. Y por eso recibía respeto y compañía. Para aprender, todo lo que había que hacer era estar al lado de él. Nada más. El no hablaba de la vida, la vida hablaba de él. Don José ¿hasta cuándo piensa trabajar? “Cuando en tirando la semilla me de vuelta y vea que el surco me está quedando chueco, no trabajo más”. Así medía el tiempo ese hombre de la tierra. Enclavado entre la lluvia y el barro, no por eso había perdido su sentido. Sus manos eran duras y su alma suave. Don José ¿esta cuadra de maravillas son pa’ los pollos o pa’hacer aceite? No, dijo, “son pa’bonito”. Una cuadra que ocupaba tanto terreno como la chacra de su señora, doña María. ¿Y no es mucho terreno pa’las puras flores, don José? No, aquí hay terreno pa’comer, terreno pa’pasar el año y terreno pa’bonito. A la señora también hay que saberla hacer feliz. Yo podía imaginar a don José volviendo a “la hora de doce”, cuando el sol está arriba, con hambre en el estómago y en la vista. Y mirar su cuadra amarilla como reflejo del sol que le llamaba a su hogar. ¿Dónde vive don José? Siga el sendero pegado al cerro hasta que vea el manchón amarillo, ahí llama.

Ahí llamamos. ¿Diga? Señora, queríamos hablar con usted, gritamos desde la cerca, a unos 80 metros. Espere, va a tener que ser con mi marido. Pasó un tiempo y apareció el mapuche. Era bajo y delgado; se había mojado y peinado el pelo, la camisa era blanca y recién puesta. Caminó cuarenta metros y se detuvo. “Pasen”. Avanzamos los otros cuarenta metros. Así nos dijo, en ese lenguaje de ritos, pueden entrar en mi espacio, una mitad para ustedes, una mitad para mí, conversemos ahora. Nos quedamos en su territorio a orillas del lago. No se queden en la bajada o los van a molestar los animales cuando bajan al agua. A nosotros nos había parecido el mejor lugar. Y cuando venía, por la tardecita, a conversar (le gustaba conversar) hacía igual: cruzaba por entre los árboles hasta un lugar que consideraba el punto equidistante y allí nos encontrábamos. A don José le podían faltar medios (mi mayor aspiración sería tener un caballo, pero no pa’montarlo, se apuró en aclararlo), pero le sobraba sabiduría. No fue nunca a la escuela, y, sin embargo, era no sólo educado sino, a cabalidad, un hombre culto.

William Schutz, el precursor de los Grupos de Encuentro, en su libro “Todos somos uno”, escribe que en el apoyo podemos distinguir, digamos, niveles: las personas que no requieren ni necesitan apoyo, que usualmente tienen una buena interacción y que la disfrutan, pero no la exigen como medio de avance o cambio.

Las personas que todo lo que requieren por apoyo es compañía, personas a las que el hacer en soledad o autosuficientemente les incomoda; ellas prefieren ser acompañadas.

Personas que requieren un apoyo mínimo, traducido en ser acompañadas y retroalimentadas; cuando se les indica cómo van, por dónde van y hacia dónde van, eso les permite fructíferos avances.

Personas que solicitan un apoyo decidido, en términos de compañía, retroalimentación, clarificación de metas, desarrollo del darse cuenta, capacidad de expresión, respaldo, incentivación, paciencia y dedicación.

Personas que exigen que otros hagan las cosas por ellos, parcial, temporal, total o permanentemente; poseen carencias o limitaciones insalvables, pero les es posible concentrar su energía en algún quehacer, de suyo, esperanzador para ellos.

Finalmente, personas para las cuales y en las cuales ningún apoyo es fructífero y todo resulta vano.

Don José era de esos hombres que no requieren ni necesitan apoyo. No porque no tengan penurias y limitaciones, sino porque poseen el don de resolver desde sí su vida, cualquiera que sea, y la dignidad es más valiosa, en ellos, que el beneficio ajeno. Con él aprendí que quien resuelve, qué ayuda o apoyo resulta necesario, no es el que ofrece tal ayuda sino el que la pide. Muchas veces puede sucedernos que lo que nosotros consideramos un problema en la vida de alguien (y lo consideramos así posiblemente porque en nuestra vida sería un problema), en esa persona no es un problema, sino una forma de vida, donde el supuesto “problema” ha sido resuelto con arreglo a esa forma. De este modo resultó que a mí me parecía un grave problema que don José viviera con mil pesos al año (forma de pensar que se me ocurre la mayoría compartimos); sin embargo, para él ése era su desafío existencial y lo había vencido honrosa y hermosamente por decenas de años. ¿Qué podía enseñarle yo a ese hombre si yo no sería capaz de vivir con diez veces ese dinero, mensualmente?

Don José ¿qué compra con los mil pesos? Hago cuatro compras pa’todo el año: yerba mate, manteca, sal y velas. ¿Y los cigarrillos, don José? No, pa’vicio me traen mis hijos. Y don José estaba muy consciente de su forma de vivir. Cuando llegó la última tarde que conversaríamos, me miró largamente a los ojos y me dijo: “Ahora ustedes conocen la historia de la pobreza”. Y me ofreció uno de sus cigarrillos, porque siempre, estimó él, había que compartir. “Un día los suyos, otro día los míos”. Era un asunto de libertad y de dignidad. Yo no fumaba ni fumo, con él sí.

Luego nos quedábamos por la noche, con Roberto, mi amigo viajero, comentando cada frase de don José. Usualmente llorábamos de emoción existencial e intelectual. La sabiduría de don José se medía en su andar y en cada uno de sus pasos. Habíamos sido nosotros los beneficiarios directos de este encuentro mágico.

Hombres profundos que conocen en profundidad la vida. Nada los agobia ni agota. Se han empeñado en vencer, cada día, a la muerte. En ellos el árbol florece y la criatura crece. Cada día rezan en silencio y piden, al Dios de los simples y sencillos, un par de manos para labrar, aire de las montañas para ennoblecer el cuerpo y una sonrisa en el camino para entibiar el alma. Don José ¿conoce pa`l centro? Sí, de joven trabajé en Temuco. ¿Dónde? En un banco. Y ¿qué hacía, don José? "De todo, yo les solucionaba todos los problemas a los del banco. Me dijeron que cuidara la puerta, pero yo hacía de todo. Iba a las casas, también; había mucho que hacer. ¿Por qué se vino, don José? No me gustó, a esa gente no le gusta vivir, andaban siempre entre preocupados y enojados. Fue bueno conocer, siempre es bueno conocer. Pero no había tranquilidad ni aire. Además echaba de menos la tierra". ¿Será que las ganas de vivir surgen de la tierra?.

Llegó el día de la trilla y hubo fiesta y convite. Todos queríamos estar: mujeres, niños y hombres. ¿Quién cuidaría la carpa y los alimentos para que no vengan los perros y los animales a darlo vuelta todo? Yo me quedo, dije. Salieron a la hora de doce. Me quedé en mi propia intimidad intimando con el lago y el atardecer. Entre las penumbras apareció don José. Traía una botella de licor artesano y el pastel que la manda mi señora. Nos sentamos junto al fuego a co-existir. He visto a un hombre satisfecho de existir. Sus catorce sacos de trigo, ensacados. Sus dos sacos de porotos, ensacados. El resto repartido y pagado en trueque. "La próxima semana me iré en carreta a Cañete. Veré a mi hijo, el de Agua Potable y le compraré un presente a mi mujer. A mi hija (de cuarenta años) las trabas pa`l pelo que me encargó. Me las pidió de color verde. Acá todo es verde, verde el suelo, verde los árboles, verde el lago. A veces, el cielo, como las esperanzas, también se pone verde. Verde quiere las trabas pa`l pelo mi hija. Y volveré al día siguiente, con mi manteca, mi yerba, mi sal y mis velas a vivir otro año con el alma verde, de encanto".