jueves, 31 de julio de 2008

En el Encuentro con el Hombre (1986)

EN EL ENCUENTRO CON EL HOMBRE (1986) Pato Varas S.


Era de noche y desperté. A mí alrededor estaba obscuro. Dentro de mí, iluminado. Y me acordé de ti.

La montaña siempre está ahí. Llegue la
bruma o llegue el sol, sea visible o no.
La montaña siempre está ahí y no me
defrauda.

Todos somos hermanos. Todos somos educadores. Profesores, supervisores, orientadores, directores, jefes técnicos, inspectores. Somos una familia y como tú, como él o ella o yo, somos en cierta circunstancia. Ahora yo te escribo y tú me leerás; y cuando tú eres el que lee, yo fui el que escribió. Y así cada uno posee su mundo y todos estamos unidos.

El mundo del supervisor es la Dirección Provincial y las escuelas que visita. El mundo del director es su escuela y los profesores y alumnos que allí conviven. Mi mundo es el CPEIP y mis viajes a las regiones y provinciales. El mundo del profesor es su aula y esos alumnos que le esperan. Y el mundo del niño es jugar. Su casa y jugar.

Mi mundo era mi casa, mi barrio y jugar. Y, como muchos, yo era niño y, por niño, sabio. Entonces me prestaba en la escuela para que el profesor enseñara y me enseñara. Yo era niño y era sabio y sabía que él necesitaba hacer clases, que tenía familia, y que entendía su vida así. Pero, luego de prestarle mañana y tarde, yo me iba a lo mío, a jugar. Y así conocí y aprendí de mi vida. La naturaleza, las cosas y los seres. En preparatoria lo importante fue jugar, en media pololear, en la Universidad conversar. Así aprendí a convivir con las cosas, a amar a una mujer y cultivar la amistad.


Amanece y soy dueño de un día hermoso de sol radiante, cerros empastados, montañas nevadas y cielo azul. ¿Cómo podría ser yo de otra manera? Y si al atardecer el día se ha nublado, la lluvia persiste, el viento me atraviesa y la bruma me cubre. Al preguntarme ¿he de ser de esta manera? descubro que el uno no es posible sin el otro. Y eso es todo lo esencial.



Me fui encontrando con muchos seres; y en el encuentro fui creciendo, descubriendo lo esencial. Y lo esencial no estuvo en los libros sino en las personas. Sé que mi profesora de primera preparatoria me amaba. Nada más importante que su amor aprendí allí. ¿Por qué me amaba, si yo no era su hijo ni nada de ella? No lo sabía. Y por eso era más grande, para mí, su amor.

Y cuando estaba en cuarta preparatoria, pasó corriendo un niño y me dijo: “Toca la campana”. Yo era niño y, como sabio, confiado; toqué la campana. Entonces salió de la oficina el padre Romualdo. Él era un sacerdote francés que había cruzado el océano para educarme. Pero no era yo quien lo necesitaba a él, sino él a mí. Y preguntó ¿quién tocó la campana? -Yo- contesté. Pues era sabio y confiado. Entonces me dio una fuerte cachetada en mi mejilla izquierda. Le largué un garabato y agregué: -Me voy.

Así en buzo, indignado, avergonzado y herido, llegué hasta la reja de salida. Había un alumno de portero. El padre gritaba: -Vuelve acá. El niño titubeó, yo no; -O me abres o salto la reja. Me abrió. Me fui llorando y avergonzado. Tomé el trole. Llorando. Nadie preguntó ni pidió nada. Entre a la oficina de mi mamá y seguí llorando.

Allí me quedé; almorcé y pinté por la tarde. Me madre me llevó a casa y luego salió.

Al volver me dijo: -Mañana puedes ir a clases. -Yo no iré más- le contesté. Conversamos. Para ella era importante que yo estudiara, y que estudiara allí. Le dije: -No vuelvo a clases hasta que el padre Romualdo se disculpe. Y, así, pasó otro día.

Al tercer día volví al colegio. El padre manda decir que vayas, que él se va a disculpar. Llegué tarde. Me quedé dando vueltas un rato. No quería que todos me vieran. Me iba a avergonzar. Esperé que el patio estuviera vacío. Lo crucé, pero no a mi sala. Me fui a la oficina del padre. Me dijo: -Siéntese, Patricio. Y siguió escribiendo. Me pasó unas revistas. Yo no quería leer nada: “Perdóname, Patricio, yo soy un hombre nervioso. Nunca debí darle ese castigo. Por favor, perdóneme, no volverá a ocurrir jamás ni con usted ni con nadie”. A mí se me llenaron los ojos de lágrimas y a él también. Me puse de pie sin saberlo. El se acercó y me abrazó. Era seco y huesudo, y olía a tabaco. Nunca fue mi amigo, pero nos respetamos. Al año siguiente ya no fue rector de patio, yo no tuve nada que ver. Sólo que no lo fue más.


Conversábamos entre amigos y sobre: ¿qué es lo esencial en la historia y en nuestras historias? Y descubro que mi historia, en lo esencial, no queda constituida por los acontecimientos, sino por mi actitud ante los acontecimientos.


Y si el hombre es o se siente una isla, entonces sólo ve lo superficial; pues si incursiona bajo el mar, verá que la isla es montaña; la montaña, tierra; la tierra, universo; y el universo, Uno.


El padre Juan Vicente fue mi consejero espiritual. Jamás me confesé con él. Yo limpiaba los residuos de mi ánfora en otra parte, para llegar hasta él vacío y apto. Entonces su agua clara y cristalina, la más pura que él podía darme, caía sobre mi copa y elevaba mi espíritu. Yo tenía catorce años y mi madre me narró, por primera vez, la historia de mi vida. Su separación cuando yo recién nacía. Sus penas y las mías. Fue muy triste y busqué al padre. Él me acompañó y me escuchó. Se emocionó conmigo y guardó silencio, conmigo. Yo aún guardaba sabiduría y esperé su palabra. Entonces me dijo: “Dios, creo yo, nos ha dado a cada uno dos bolsas; la una carga nuestras desdichas, la otra nuestras dichas. Mientras vamos por la vida cada bolsa se va vaciando; cada vez que padecemos sufrimientos la bolsa de las desdichas se vacía un poco; cada vez que vivimos una alegría, la bolsa de las dichas disminuye un poco. Cada vez que sufras recuerda que para el futuro puede haber menos tristeza. Pero si sucede, como sientes tú, que el sufrimiento ha sido duro y superior, entonces puedes imaginar que la bolsa de la dicha, aún intacta, llenará tu futuro de alegrías”.

Fue así que aprendí a mirar, más allá del sufrimiento presente, el ancho camino que esa misma experiencia me aseguraba. Y, así, como un oráculo, mi vida se fue cumpliendo.

Durante ocho años trabajé con don Luis López, don Lucho. Fui su ayudante y su discípulo y colaborador en la Universidad. Nada es más grande, en el saber, que el encuentro con un maestro. Don Lucho era un maestro. Con él aprendí más que todos mis años de Universidad, de formación y de trabajo. Fue algo de la infancia que aún guardaba en mí, creo yo, lo que me hizo decirle un día, luego de tres años de asistir a su curso, que yo había aprobado largamente: “Don Lucho, me gustaría ser su ayudante. Ad honorem, por supuesto”. Él siguió conversando de lo que hablábamos anteriormente y como siempre sonrió y asintió. Nada contestó en ese instante. Tres días después, al pasar por la facultad, salió corriendo una secretaria: -Venga tiene que firmar el contrato. No entendí al principio. Así empecé a trabajar en la Universidad. Nueve años más tarde murió don Lucho y yo fui despedido. Lo iba a acompañar. Éramos amigos. No quería que lo avergonzaran. Tenía escaras en la espalda. Le dolía la espalda. La habitación se llenaba de gente. Yo y los más cercanos esperábamos en una sala contigua. Entonces venía su secretaria y me decía: -Pato, quiere que le arregles los almohadones. Yo iba, metía mis brazos entre las sábanas, tomaba su ahora cuerpo enflaquecido y llagado, lo levantaba y acomodaba en sus espaldas los almohadones. Don Lucho me miraba, aún, como siempre sonreía, pero sus ojos estaban tristes y secos. Don Lucho se iba muriendo y por cada soplo que partía yo se lo guardaba en mi pecho para que siempre viva.

Habíamos unos quince o catorce en la oficina. Toda la Universidad iba al funeral. Pero la oficina esa, la de selección y admisión de alumnos estaba en plena tarea, no podía cerrar. Sólo cuatro o cinco podíamos responsabilizarnos de ella. Don Bernardo, el Jefe, dijo: Yo voy, y no hay caso, uno se queda. Vean ustedes, pero uno se queda. Todos miraban hacia el suelo y las ventanas. Todos querían ir. Era el funeral del maestro. Y me miraban como si lo vieran a él. Yo me quedo, dije, como palabras de viento irrevocable. Me abrazaron y se fueron. Ellos al funeral. Yo me quedé trabajando con don Lucho.

Mi madre me miró largamente cuando le conté que ya no trabajaba en la Universidad y que me moría de pena. Me abrazó y me dijo con la sencillez de la gente buena: “Hijo, no hay mal que por bien no venga”. Y así fue. Entré a trabajar al CPEIP. Comprendí, entonces, que daba un paso superior, profundo y más real. Don Lucho me había preparado, sentí yo, para cosas más importantes. Y aquí estoy.

Misterioso sino aquel que cruza y entrecruza caminos y caminantes. Entre ellos surgen ahora paisajes y direcciones. Y todo sentido de la ruta es comparado.

Así cada hijo que nace, cada obra que termina, cada pena y alegría es compartida. Y cada encuentro es un hito en el andar.

Porque nada es más hermoso que viajar en compañía. Y aquel que cabalga a tu lado mira y ve el mismo horizonte, pero lleva su propia ruta. El deja sus huellas, yo las mías, testimonios de la caravana.

Amigo educador. Quería que nos encontráramos. Tú conoces tu ser y vives en él. ¿Cómo encontrarnos sin conocernos ambos? Yo pienso que lo primero es presentarnos. Ahora tú me conoces. Y si todos nos presentáramos al llegar, ¿no sería más profundo y fácil el encuentro?

Para mí, lo primero es la identidad. De ella surgen naturalmente la congruencia, la transparencia y la autenticidad. Sin ella sólo vagamos en un mundo de apariencias y engaños mezquinos. ¿Quién soy yo? ¿Quién eres tú? ¿Me conozco, me acepto? ¿Y tú? ¿Y a ti? ¿Y tú a mí?

Se me ocurre que el primer error que podría cometer es pensar: “Ahora yo tomo el rol de profesor-investigador del CPEIP y ellos tomarán su rol de supervisores y así nos entenderemos: yo acá; ellos allá. Entonces, ellos se irán a las escuelas, con su rol a cuestas, y los directivos se meterán en su papel de directivos y los profesores, en el de ellos. Y así será”.

Yo creo que todo será así una pura representación: buena, excelente o mala, no lo sé. Pero, igual, representación.

Antes que los roles y las funciones, estamos nosotros, las personas. Y eso es lo que decimos cuando hablamos de educación. Primero estamos las personas. Entonces yo llego a ti tal cual soy. Y para eso, he empezado por aceptarme a mí mismo. Sé que soy dinámico y fluyente; que siempre estoy cambiando (envejeciendo) y que, también, soy permanente; que mi actitud y mis valores permanecen y me hacen ser como soy.

Y digo que me acepto a mí mismo si soy capaz de comportarme ante ti y para ti sin apariencias. No pienso llegar a ti con engaños y subterfugios. Tampoco voy a ocultarme. Simplemente quiero estar contigo cual soy. No voy a ser ni más ni menos de lo que soy. Y, así, he empezado por confiar en mí mismo, por pensar que es bueno ser tal cual y que una relación real no puedo cimentarla sobre posturas resbaladizas.

Me gustaría que a ti te estuviese sucediendo igual. Que tú te estuvieses diciendo: “yo también me acepto y puedo leerte y escucharte sin engaños. No voy a aparentar que me interesas si no me interesas y tampoco voy a mostrar reservas si lo que interiormente siento es una gran cercanía a lo que escribes”.

Yo creo que podemos encontrarnos si somos fieles a nosotros mismos. Si nuestra primera lealtad es con nuestra propia alma y con nuestro propio cuerpo. Yo ahora estoy escribiendo tranquilo y con frío. Pero, a veces, cuando leo algo, me aburro, y me da sueño. Entonces, lo dejo a un lado y cierro los ojos. Son cosas simples y sin apariencias ni engaños.

Yo estoy dispuesto a aceptarte y a comprenderte. Quizás cuántas tareas tienes, y leer este texto es una más. Me pongo en tu lugar, así como pienso que tú te pones en el mío, y cuando vas o vamos a la escuela es igual. Si nos ponemos en el lugar de aquel con el cual nos hemos encontrado, la comprensión es tan fácil.

¡Ah! si todos pudiésemos ser sencillamente sencillos. Cada vez que veo a un hombre sencillo, me emociono. Encuentro que es una paradoja admirable cómo la sabiduría y la sencillez van siempre de la mano. Y en vez de esto, cuánta suficiencia y superficialidad señorea allí donde más que el saber se anhela el poder. Hombres vanos que no logran descubrir que sólo un hombre de saber es un hombre de poder.

Don Lucho era un hombre tan sencillo, tan sencillo, que mi primer pensamiento al verlo entrar a la sala de clases en primer año de la Universidad fue: “Este hombre debe llevar tantos años como secretario en la facultad que a veces lo dejan hacer clases”. Hace unos meses se le rindió un homenaje a los tres principales filósofos porteños: C. Finlayson, Rafael Gandolfo y Luis López. ¿Es que resulta menester ser sabio para que seamos sencillos?

Decía: “Vamos a analizar este libro, pero primero lo vamos a leer”. Dos horas después nos íbamos confusos, irritados, maravillados, abatidos y deseosos de una nueva clase. ¡Ninguno sabíamos leer!, que íbamos a poder analizar o comprender entonces. “Es necesario leer lo que el autor nos dice, no lo que nosotros, al leer, decimos”, comentaba don Lucho y sonreía. Siempre sonreía. Incluso cuando la discusión se tornaba agria y acalorada. Sonreía como diciéndonos “Bien, bien, defienda lo suyo que yo no dudo de lo mío”. Y como él era inevitablemente él, y yo fui siendo yo, con su respaldo y comprensión, nos fuimos encontrando. A mí me gustaba la psicología y a él la antropología. “Bien, siga en lo suyo, a mí no me interesa, pero se necesita gente que vea la psicología con ojos humanos, siga no más”. Y luego agregaba: “Un hombre universitario puede ejercer cualquier quehacer; la Universidad es una forma de ver y pensar la realidad y de actuar en concordancia. Existe un puro título y es el de universitario. Quien no lo comprende es como si no hubiese pasado por la Universidad”.

Existe una pura vocación, entre nosotros, la de Educador. Lo importante no es quién escribe, quién va a las escuelas o quién está en las aulas. Lo esencial es quién, esté dónde esté, educa.



Día a día hay quienes rozan la verdad, la miran y no la ven, la palpan y no la sienten, la oyen y no la comprenden. Pues su ojo, tacto y oído están ocupados en sus fantasías interiores, y la realidad transita ajena al borde de sus días y sus pies.



Un año, por marzo, nos cruzamos en el pasillo de la Escuela. Me dijo: Voy a hacer cosmología. Son cuatro horas a la semana, yo voy a tomar las del martes, usted ¿puede tomar las de jueves?

Yo, si sabía, era su ayudante y colaborador en todo, pero jamás había hecho una clase de cosmología o filosofía de las ciencias. Le dije: “Don Lucho, me encanta la cosmología, pero no sé nada. Nunca he hecho clases de cosmología”. Se sonrió y me contestó: “No sea así, usted no va a tener ningún problema. Todo lo que tiene que hacer es leer con los alumnos un libro”. No tuve ningún problema y aprendí que todos los libros son iguales. Da lo mismo la lógica, antropología, ciencias, artes o metafísica cuando se sabe leer y analizar. Y en la vida, todo es lo mismo, cuando sabemos filosofar, es decir, reflexionar con honestidad y esencia. Pero como ha dicho Nietzsche: “Filósofo es aquel hombre que hace lo que piensa”.

Ser congruente es, tal vez, nuestra íntima misión existencial. Sin ella todo quehacer es inútil, superficial y hereje. Creo que nos volvemos sagrados en tanto conservamos, de por vida, nuestra íntima fidelidad. Del mismo modo creo que somos educadores si mantenemos de por vida nuestra fidelidad a la persona.





Recuerdo a mis grandes maestros; todos ellos preferían el silencio a la disputa, la amistad al poder, la verdad al halago, la mirada a las palabras.

Y cada vez que uno de ellos moría, procuré que renacieran en mí sus preferencias.

Ellos mientras me permitían ser a su lado, me decían: “Sigue tus pasos, no nos imites y serás como nosotros”.

Hoy descubro que “ser como nosotros” era, simplemente, ser uno mismo, ser yo mismo, pues el hombre no ha de ser sombra de nadie, sino luz de sí mismo.

Ellos viajan en mi rostro y en mis voces, en mis gestos y en mi forma de sentir la vida. Yo viajo en sus rostros y en sus voces, en sus gestos y en sus formas de sentir la vida.

¡Somos una gran nación!


Yo tuve, en don Lucho, un apoyo magnífico e incondicional. Qué más querría yo para todos; alumnos, profesores, padres, hermanos. Y del mismo modo, yo estuve, todas las veces que me lo pidió, donde quería o necesitaba que estuviera. Qué menos podía hacer yo. Durante todos esos años él era simultáneamente profesor en la Facultad, ocupaba algún alto cargo directivo y, por las noches, hacía clases en el Liceo Nocturno Eduardo de la Barra. Don Lucho, ¿por qué hace clases en la noche?, ¿qué necesidad tiene de ello? Sonreía y me decía: “Bueno, somos un grupo de amigos que echamos a andar este Liceo Nocturno. Además esos alumnos nos necesitan”.

“Esos alumnos nos necesitan”. El no necesitaba nada. A él lo necesitaban. Y por eso él iba, por sus amigos. Muchas veces lo reemplacé. Algunos colegas me decían: “-Pero qué tiene que ver la Universidad con el Liceo Nocturno. Si tú eres su ayudante en la Universidad. Nadie te va a pagar esas horas de reemplazo en el Liceo”. Yo me apenaba en vez de sonreír. Como no comprendían que yo me sentía honrado haciendo algo por él. Que me sentía su amigo y que yendo al Liceo podía palpar cómo su saber se plasmaba entre esos hombres nocturnos de aprendizaje.

Me gustaba curiosear y les pedía que me mostraran sus cuadernos. Me decían: “No hemos escrito mucho. Es que con don Lucho nos llevamos conversando”. Una vez un hombre, con toda su hombría e ingenuidad, me dijo: “Mire, de filosofía no he aprendido nada, pero lo que es de la vida. No tendría como medirlo”. Fue así como me enamoré de todo lo que fuese mi propio quehacer. Lo veía a él y era suficiente para percibir lo esencial. Comprendí pronto que para un hombre con vocación no hay horario, norma, reglamento ni calendario que lo detenga, pues siempre está excediendo esos límites. “Las reglas -me decía- son para el hombre extraviado; aquel que no posee sentido y requiere empalizadas para avanzar”. Y lo que en un principio fueron sus palabras hoy no sé distinguir dónde comienzan sus frases y dónde continuaron lasmías. Me di cuenta, y para siempre con alegría, que mi quehacer no era un trabajo, sino una forma de vivir. Y entendí porque él parecía no cansarse nunca.

El entusiasmo por el propio quehacer no me nació con don Lucho; yo ya estaba entusiasmado con mi vida desde niño. Pero con él comprendí que toda vocación era vocación en el entusiasmo. Y así podemos distinguir entre aquellos seres que requieren de cierto lugar, cierto trabajo y ciertas personas para caer en el entusiasmo, y aquellas otras que entusiasman a las personas, lugares y trabajos donde van.

Amigo, amiga, me apenaría que tu ser no te entusiasmara. ¿Cómo podría yo, entonces, pedirte entusiasmo por tu quehacer? Yo puedo comprender que en la vida haya tantas cosas que nos gustan como cosas que no nos gustan. Pero cada uno, si no nos gustamos en sí, cómo haremos para gustar de las cosas. ¿No sería como hipotecar nuestras vidas?

Me llama la atención cómo algunas personas no saben disfrutar y otras sólo disfrutan de la intoxicación. Entre una y otra vereda, yo veo un camino pleno de sonrisas silvestres, sencillas y amables. Nada de otro mundo, simplemente respirar profundo.


La vida, quién no lo sabe, es un eterno desafío, y el desafío nuestro, el de los educadores y el de los educadores del sistema, amén de continuo es urgente. A nosotros nos toca educar, y educar con una mayor responsabilidad. Existe una pléyade de niños y adolescentes que nos necesita más. Niños y adolescentes sin más apoyo y respaldo escolar que el que el Estado y la sociedad les da. Las escuelas públicas de ayer son las escuelas municipalizadas y subvencionadas de hoy. A ellas concurren los más necesitados y los que menos tienen. Esos niños y adolescentes no merecen menos educación ni menos oportunidades. Merecen, precisamente, por sus limitaciones y privaciones, lo mejor de nosotros.

Es bueno que comprendamos que esos niños y adolescentes, en la carencia, requieren más de sus profesores y escuelas, y esos profesores y escuelas, ante la mayor exigencia y afán, requieren más apoyo y mejor comprensión. A nosotros (CPEIP, Sistema de Supervisión, Directores de Escuelas, etc.) quienes servimos a estos seres, nos toca, por ende, mirar estos desafíos con decisión y orgullo, pues mientras mayor es el desafío mayor grandeza posee quien lo enfrenta.

A veces lo que un ser humano requiere y necesita no es tanto una enseñanza o un consejo o una técnica o metodología más; tampoco una crítica o evaluación o diagnóstico. A veces lo que necesitamos es encontrarnos con un ser humano optimista o realista o cálido o profundo. Con un ser que vive y padece como nosotros mismos y que, sin embargo, permanece fiel a sí mismo y dispuesto a acompañarnos en nuestro viaje.

Me tocó tantas veces admirar la grandeza en un hombre pobre o la nobleza en un ser cansado; que he llegado a pensar que el agua sabe dulce en el hombre simple y amarga en el enfermo. Y así, del mismo modo que hombre rico no es el que más tiene sino el que menos necesita, así el débil es el que más demanda, así sea porque nada posee, así sea porque de sí mismo no se vale. Y antes de enjuiciar, dar. Dar presencia, comprensión, apoyo y entusiasmo.

Aquel hombre que no añora el contacto con el ser humano, no se encontrará con el ser humano, así esté en la ciudad, así esté en la llanura.

Y, si viviendo en la llanura añora el contacto, entonces hará camino hasta la ciudad. Pero, de otra manera, ¿por qué habría que viajar?

Si fuera un paisaje amaría ser permanente. Cíclico y místico. Nada de progresos, solamente renaceres. Un lugar amplio, frondoso y hospitalario para cada pasante, para cada habitante.

Hace años conocí a un mapuche pobre a orillas del lago Lleu-Lleu. Vivía con mil pesos al año, de lo que le quedaba al vender su trigo y porotos. Todo un año trabajaba su tierra por catorce sacos de trigo y dos de porotos. Tenía cincuenta y siete años y era tuberculoso. Pero he conocido pocos hombres más llenos de dignidad e igualdad que él. Poseía un lugar en la tierra, concreto y real. Y desde él emergía más poderoso que el “Adán” de Vicente Huidobro. Había tanto orgullo en sus manos y tanta vida en su mirada, que estar junto a él fue, una vez más, sumergirme en lo esencial.

Don José no pedía nada. Se bastaba a sí mismo. Y por eso recibía respeto y compañía. Para aprender, todo lo que había que hacer era estar al lado de él. Nada más. El no hablaba de la vida, la vida hablaba de él. Don José ¿hasta cuándo piensa trabajar? “Cuando en tirando la semilla me de vuelta y vea que el surco me está quedando chueco, no trabajo más”. Así medía el tiempo ese hombre de la tierra. Enclavado entre la lluvia y el barro, no por eso había perdido su sentido. Sus manos eran duras y su alma suave. Don José ¿esta cuadra de maravillas son pa’ los pollos o pa’hacer aceite? No, dijo, “son pa’bonito”. Una cuadra que ocupaba tanto terreno como la chacra de su señora, doña María. ¿Y no es mucho terreno pa’las puras flores, don José? No, aquí hay terreno pa’comer, terreno pa’pasar el año y terreno pa’bonito. A la señora también hay que saberla hacer feliz. Yo podía imaginar a don José volviendo a “la hora de doce”, cuando el sol está arriba, con hambre en el estómago y en la vista. Y mirar su cuadra amarilla como reflejo del sol que le llamaba a su hogar. ¿Dónde vive don José? Siga el sendero pegado al cerro hasta que vea el manchón amarillo, ahí llama.

Ahí llamamos. ¿Diga? Señora, queríamos hablar con usted, gritamos desde la cerca, a unos 80 metros. Espere, va a tener que ser con mi marido. Pasó un tiempo y apareció el mapuche. Era bajo y delgado; se había mojado y peinado el pelo, la camisa era blanca y recién puesta. Caminó cuarenta metros y se detuvo. “Pasen”. Avanzamos los otros cuarenta metros. Así nos dijo, en ese lenguaje de ritos, pueden entrar en mi espacio, una mitad para ustedes, una mitad para mí, conversemos ahora. Nos quedamos en su territorio a orillas del lago. No se queden en la bajada o los van a molestar los animales cuando bajan al agua. A nosotros nos había parecido el mejor lugar. Y cuando venía, por la tardecita, a conversar (le gustaba conversar) hacía igual: cruzaba por entre los árboles hasta un lugar que consideraba el punto equidistante y allí nos encontrábamos. A don José le podían faltar medios (mi mayor aspiración sería tener un caballo, pero no pa’montarlo, se apuró en aclararlo), pero le sobraba sabiduría. No fue nunca a la escuela, y, sin embargo, era no sólo educado sino, a cabalidad, un hombre culto.

He aprendido que hombre culto es aquel que conoce el sentido de las cosas y posee el arte de la convivencia consigo mismo, con los otros, con el universo y el Creador.

William Schutz, el precursor de los Grupos de Encuentro, en su libro “Todos somos uno”, escribe que en el apoyo podemos distinguir, digamos, niveles: las personas que no requieren ni necesitan apoyo, que usualmente tienen una buena interacción y que la disfrutan, pero no la exigen como medio de avance o cambio.

Las personas que todo lo que requieren por apoyo es compañía, personas a las que el hacer en soledad o autosuficientemente les incomoda; ellas prefieren ser acompañadas.

Personas que requieren un apoyo mínimo, traducido en ser acompañadas y retroalimentadas; cuando se les indica cómo van, por dónde van y hacia dónde van, eso les permite fructíferos avances.

Personas que solicitan un apoyo decidido, en términos de compañía, retroalimentación, clarificación de metas, desarrollo del darse cuenta, capacidad de expresión, respaldo, incentivación, paciencia y dedicación.

Personas que exigen que otros hagan las cosas por ellos, parcial, temporal, total o permanentemente; poseen carencias o limitaciones insalvables, pero en algo son reemplazados, les es posible concentrar su energía en algún quehacer, de suyo, esperanzador para ellos.

Finalmente, personas para las cuales y en las cuales ningún apoyo es fructífero y todo resulta vano.

Don José era de esos hombres que no requieren ni necesitan apoyo. No porque no tengan penurias y limitaciones, sino porque poseen el don de resolver desde sí su vida, cualquiera que sea, y la dignidad es más valiosa, en ellos, que el beneficio ajeno. Con él aprendí que quien resuelve, qué ayuda o apoyo resulta necesario, no es el que ofrece tal ayuda sino el que la pide. Muchas veces puede sucedernos que lo que nosotros consideramos un problema en la vida de alguien (y lo consideramos así posiblemente porque en nuestra vida sería un problema), en esa persona no es un problema, sino una forma de vida, donde el supuesto “problema” ha sido resuelto con arreglo a esa forma. De este modo resultó que a mí me parecía un grave problema que don José viviera con mil pesos al año (forma de pensar que se me ocurre la mayoría compartimos); sin embargo, para él ése era su desafío existencial y lo había vencido honrosa y hermosamente por decenas de años. ¿Qué podía enseñarle yo a ese hombre si yo no sería capaz de vivir con diez veces ese dinero, mensualmente?

Don José ¿qué compra con los mil pesos? Hago cuatro compras pa’todo el año: yerba mate, manteca, sal y velas. ¿Y los cigarrillos, don José? No, pa’vicio me traen mis hijos. Y don José estaba muy consciente de su forma de vivir. Cuando llegó la última tarde que conversaríamos, me miró largamente a los ojos y me dijo: “Ahora ustedes conocen la historia de la pobreza”. Y me ofreció uno de sus cigarrillos, porque siempre, estimó él, había que compartir. “Un día los suyos, otro día los míos”. Era un asunto de libertad y de dignidad. Yo no fumaba ni fumo, con él sí.

Luego nos quedábamos por la noche, con Roberto, mi amigo viajero, comentando cada frase de don José. Usualmente llorábamos de emoción existencial e intelectual. La sabiduría de don José se medía en su andar y en cada uno de sus pasos. Habíamos sido nosotros los beneficiarios directos de este encuentro mágico.

Hombres profundos que conocen en profundidad la vida. Nada los agobia ni agota. Se han empeñado en vencer, cada día, a la muerte. En ellos el árbol florece y la criatura crece. Cada día rezan en silencio y piden, al Dios de los simples y sencillos, un par de manos para labrar, aire de las montañas para ennoblecer el cuerpo y una sonrisa en el camino para entibiar el alma. Don José ¿conoce pa`l centro? Sí, de joven trabajé en Temuco. ¿Dónde? En un banco. Y ¿qué hacía, don José? De todo, yo les solucionaba todos los problemas a los del banco. Me dijeron que cuidara la puerta, pero yo hacía de todo. Iba a las casas, también; había mucho que hacer. ¿Por qué se vino, don José? No me gustó, a esa gente no le gusta vivir, andaban siempre entre preocupados y enojados. Fue bueno conocer, siempre es bueno conocer. Pero no había tranquilidad ni aire. Además echaba de menos la tierra. ¿Será que las ganas de vivir surgen de la tierra?

El hombre que desea ser sabio debe aprender a amar. Viviendo en la ciudad querer el campo, viviendo en el campo la ciudad; siendo rico amar al pobre, siendo pobre, al rico. Apreciar la belleza del que no la posee y la interioridad del que no la expresa.

Y descubro que la existencia está cubierta de signos e indicaciones. Está el día y la noche, están los espejos, están los vidrios, está la respiración, el pulso y el ritmo.

Si fuerzas la vista, nada verás. Si ciegas tu vista, verás todo. Lo que distingue a este hombre no son sus conocimientos, sino su sabiduría, posee el arte de la convivencia.

El y el universo son uno, con-viven. Así, el iluminado puede parecer ignorante, precisamente para aquellos que entre sombras, anhelan los nombres de las cosas y no las cosas.

He conocido gente sin ganas de vivir. Decepcionada de la vida y de sí misma. En esas personas todo es problema. El bus que pasa de largo en la mañana. El almuerzo en el trabajo. La campanilla del teléfono. Una ventana que no cierra bien. La lluvia. Cada acto, cada acontecimiento repercute en ellas como suplicio chino. Cambiar el amoblado o el paisaje significa un nuevo pesar. En esas personas si no hay cambio interno que cambie sus miradas y su aliento, no hay salida hacia la vida. En esas personas cargadas de decepción, las exigencias o las amenazas no gravitan. Ellas piden un minuto de descanso y aceptación para empezar a aceptarse en sí. Y, a veces, tras ellas están los niños, o los profesores o nosotros mismos.

Con esas personas, que íntimamente sufren, no caben ni el mal humor ni la indiferencia. Esas personas nos requieren. Un hombre o mujer enteros pueden, incluso sin hablar, mostrarles un camino. Los gestos humanos son contagiosos. ¿Quién contagiará a quién? ¿El decepcionado al entusiasta, o el animado al abatido?

Cuando escribo este texto mi esfuerzo está centrado en promover un mejoramiento entre nosotros. Busco para todos nosotros una mayor comprensión y un positivo enriquecimiento mutuo. Si tú lees este texto de modo similar, entonces tendrá sentido, de otro modo será pasajero. Tengo fe en la interacción, especialmente si es una interacción de buena fe. Cuando me encuentro con mis colegas en sus escuelas u oficinas, siento necesidad de interaccionar de buena manera. Descubro, en ella, una especie de secreto que nos impulsa y hace fuertes en la adversidad. Es como decirnos: “las cosa no cambiarán, nosotros cambiaremos y las cosas ya no serán las mismas”.

A veces, me doy cuenta, haber estado juntos es como un oasis. Y luego el desierto. ¿Qué sería del desierto sin su oasis? Un oasis generado y creado por nuestro propio compartir, honesto, sencillo, comprensivo y alegre. En esos encuentros, para algunos, el meollo son los problemas. Para mí el tiempo siempre es poco; vamos al grano, ¿qué sentido tiene tu vida? A mí la vida me reclama, cada día, que le dé sentido y no la encuentre absurda. Me exige soluciones, me desafía. Ella sabe que sin mi presencia estaría vacía. Y tú, amigo, acaso no estás en lo mismo: llenando de esperanza y virtud a tus niños para que puedan vivir. El presidente Johnson señaló, en cierta ocasión: “En una tierra de gran riqueza, las familias no deben vivir en la pobreza. En una tierra de grandes cosechas, los niños no deben pasar hambre. En una tierra en la que se operan milagros en la curación de las enfermedades, nuestros vecinos no deben sufrir y morir sin que se los atienda”. Yo me atrevo a decir: Entre nosotros, hombres y mujeres generosos y humanistas, no deben existir mezquindades.

Pienso, así, que lo primero que ha de primar en nuestro encuentro es el compromiso con el encuentro. La hija de una amiga que hoy coloniza el Alto Palena parece haberlo comprendido. Sumergido en la foresta sureña ocurre cada montón de semanas que se oye el ruido de un motor subiendo por el río, único camino al lugar. Llueva, truene o salga el sol, el bote amarrará en el atracadero y un tazón de mate estará esperando. Vendrán las únicas noticias, tal vez una carta o un paquete, algún dulce para la niña o unos diarios atrasados para el marido. En esas soledades ningún encuentro será desperdiciado. Y, una vez que el vecino (20 ó 40 leguas) está instalado, la niña toma su silla, se sienta a horcajadas y le dice: ¡Ya!, conversemos.

En nuestras vidas, cada encuentro nace y muere allí. Y nuestras vidas, no las de otros, son nuestra propiedad y pertenencia. ¿Cómo vivirla sin pasión y sin profundidad?, ¿para qué vivirla sin sentido y sin entrega? Seres reales es lo que necesitamos para ser y vivir. Seres mitológicos de realidad. Y esos seres habitan en nuestros pechos, nacen de nuestros pechos y vibran pletóricos de vida y energía creadora en nuestros pechos.

¿Y qué hace imposible compartir la luz?

El hecho de que la luz está dentro y no fuera. Así, aquella luz que vemos y recibimos es sólo sombra y da sombra. Y cada hombre es, entonces, luz de sí mismo, sombra de nadie.

Por eso el discípulo nunca consume la luz de su maestro. El maestro nunca ilumina las sombras del discípulo, sólo lo invita a visitar su propio pozo. Y es hermoso descubrir que en el centro del pozo está la luz y todos los pozos nacen de ella.

El maestro no es una vela que consume su llama, sino una llama que consume su vela. Y la llama siempre es llama, sólo que el hombre es mortal. Terminado el sebo la llama desaparece, pero para el discípulo la llama vive en su mente y no es posible recordar la no-llama.


Yo quisiera ahora tomar tu mano y que tocaras mi mejilla y que tomaras mi mano y que yo tocara tu mejilla. Que nos quedaremos quietos, serenos y nobles mirándonos a los ojos. Y que me dijeras que me amas y yo te dijera que te amo. Que en las soledades del universo, enclavados en esta galaxia distraída y hasta donde el Hombre extendió su mano, depusiéramos nuestras fronteras inútiles para reconocernos hermanos.

Yo quisiera ahora que nos dejásemos de tontear y nos pusiéramos a ser. Ya no quiero más que nos ocultemos nuestros afectos jugando a ser funcionarios. Nos dijo Juan Pablo: El amor es más fuerte. No se trataba de una madre que levantaba, ante él, su recién nacido de la cuna, ni de las manos entrelazadas de dos adolescentes felices, tampoco de una mujer que entrega su pan al viejo pordiosero. No, crecían las hogueras, volaban las piedras, zumbaban los palos y ardían los ojos. Entre el humo y las hostias comunitarias, surgió su voz decidida: El amor es más fuerte. El amor no es una palabra ni una paloma. Es una forma concreta y real de encontrarnos que nos hace mejores. Son las maneras que usamos para decirnos que no estamos solos y que alejados nos recordamos.

Yo quiero que mi respeto sagrado hacia ti se me note. Que sepas que no he nacido para reemplazarte; ni para humillarte ni para criticarte. Me nace acercarme a ti, como pueda y cuando pueda. Y si tú te alejas de mí, me va a doler, no porque te necesite, sino porque me importas.

Tú estás en lo tuyo y yo en lo mío. Pero lo principal no es que algo sea “lo tuyo” y algo “lo mío”. Para mí, lo principal es que existes tú y existo yo. Podrían cambiar nuestras circunstancias. Podría yo estar en tu lugar y tú en el mío. Tú seguirías siendo tú y yo seguiría siendo yo. Tú y yo poseemos existencias concretas, innegables e insustituibles. Y él, y ella, y todos, también.

Si cada ser se deja llevar por sí mismo. La cerradura funciona. Abierta la puerta cruzamos a otros mundos para descubrir el mismo mundo. Pero nosotros cambiamos y el mundo cambia.

En efecto, no es el mundo el mismo mundo si mi ser está iluminado a si no lo está.

Y como en un espejo tu rostro es mi rostro y mi rostro es tu rostro. Sin embargo, tú me miras a mí y yo te miro a ti, esa es toda la diferencia. ¿Cómo no agradecer tu existencia?

Llegó el día de la trilla y hubo fiesta y convite. Todos queríamos estar: mujeres, niños y hombres. ¿Quién cuidaría la carpa y los alimentos para que no vengan los perros y los animales a darlo vuelta todo? Yo me quedo, dije. Salieron a la hora de doce. Me quedé en mi propia intimidad intimando con el lago y el atardecer. Entre las penumbras apareció don José. Traía una botella de licor artesano y el pastel que la manda mi señora. Nos sentamos junto al fuego a co-existir. He visto a un hombre satisfecho de existir. Sus catorce sacos de trigo, ensacados. Sus dos sacos de porotos, ensacados. El resto repartido y pagado en trueque. La próxima semana me iré en carreta a Cañete. Veré a mi hijo, el de Agua Potable y le compraré un presente a mi mujer. A mi hija (de cuarenta años) las trabas pa`l pelo que me encargó. Me las pidió de color verde. Acá todo es verde, verde el suelo, verde los árboles, verde el lago. A veces, el cielo, como las esperanzas, también se pone verde. Verde quiere las trabas pa`l pelo mi hija. Y volveré al día siguiente, con mi manteca, mi yerba, mi sal y mis velas a vivir otro año con el alma verde, de encanto.

Si pudiera danzar lo que escribo, mi mano pintaría en el aire, temporalmente. Nada estático, sólo gestos que dialogan con el alma. Sensaciones y sentimientos. Y luego, la verdad innombrable.

Pues la danza es danza cuando, finalmente, muestra la dirección de la verdad sin nombrarla. Nada que traducir, nada que transcribir.

Sólo la conciencia de haber llegado al lugar sagrado sin moverse un ápice.

Diez años después de nuestro encuentro, en una noche de invierno, en Roma, caminé veinte kilómetros entre la lluvia y la nieve, por verle. A las dos de la madrugada tiré el cordón de la campana del monasterio. Quiero ver al Padre Juan Vicente. ¿A esta hora? A esta hora vengo llegando. Se prendieron las luces y en una pequeña sala calefaccionada nos abrazamos. Nos mirábamos, mi consejero espiritual y yo, y reíamos y llorábamos al mismo tiempo. Yo no tenía nada que decirle y él no tenía nada que decirme. Sólo que después de tantos años yo le llevaba ese regalo, un abrazo hermano.

Ya no veré a ninguno de ellos ni a don Lucho, ni a Juan Vicente, ni a don José. Pero ellos son habitantes eternos en mi pecho. Y si muero, diré contento: en mi vida, me encontré con el hombre.


Te invito a que permitas a cada cual ser cada cual. Deja la flor en su raíz y la flor te dará flores. Deja el animal en la pradera y el animal te dará vidas. Permite a cada hombre escribir su historia y el camino que siembras te llevará a Dios.